viernes, 4 de abril de 2014

Once psicópatas - Prólogo de Joey


¡Ey!

A ver. Sí, deja que me aclare con ésto y ahora empiezo. No me metas prisa tío, yo voy a mi ritmo, relax hermano.

...

Ey querido lector. ¿Qué tal? ¿Todo bien? Espero que sí colega, porque yo estoy de puta madre y no tengo ganas de que me jodas el buen rollo, pero tú tranqui, que si estás de bajón intentaré darte vidillay animarte un poco. Tú solo déjate contagiar por mi locura.

No sé que se supone que tengo que decir a modo de introducción ni nada de eso. Soy un novato en ésto de la narración y tal... para ser sincero, hoy es mi primer día.
En realidad, el narrador iba a ser Scott, pero tiene una movida chunga en la garganta sobre hongos o nosequé, algo super asqueroso... y claro, pues el padre de Scott sabe que no tengo curro... se rumorean cosas por el barrio sobre asuntos ilícitos y trapicheos varios en mi casa... y bueno, pues eso. Me ha llamado y con la voz esa que tiene de mecánico borracho me ha dicho “Ey Joey, te he encontrado un puto trabajo decente, así que mueve el culo y ven a la calle Wellington ya”.

Y aquí estoy querido lector, o lectora, o lo que seas. Me disculpo contigo con antelación por mi ineficiencia, mi torpeza, mi vocabulario soez y escueto, mis gilipolleces, mis desviadas de tema y la cantidad de tacos que suelto por minuto. No tengo estudios ¿Sabes? Yo me he criado en las calles. No tengo un titulillo de esos chachis que te dan en la universidad cómo el que tiene Scott aquí colgado; “Scott Bentley: Licenciado en bidibi noseque nosecuantos”, pero oye, le echo ganas y ahora mismo pongo veinte pavos sobre la mesa a que en tu puta vida te vas a olvidar de mí.

Ni de mí ni de mi historia, claro.

Porque ésta historia, va sobre mí. En el fondo se supone que es un libro de... espera, déjame mirar los papeles estos que hay por aquí, que creo que se supone que... lo explica... por alguna parte...

Sí, mira. Aquí pone que; El libro es una historia épica sobre fantasmas en un castillo. Más o menos. Algo así cómo un terror en el medievo; ginetes sin cabeza, caballeros de la muerte, aullidos a medianoche y armaduras que se mueven solas. Por el estilo. Pero ésto es una mierda. Yo no sé quién lo ha escrito, pero vamos, yo no me lo trago ni como película de madrugada una noche de insomnio. Así que pasamos de las hojas estas y te cuento lo que me dé la gana ¿te parece?

Hechas las presentaciones, te tengo que decir que ni yo soy un narrador normal, cómo has podido comprobar, ni la historia que te voy a contar es normal, y los personajes no son nada... típicos. Nosotros, los protagonistas de ésta historia, podemos jugar con tu mente desde aquí. Podemos, si queremos, y oh, claro que queremos, manipular tus pensamientos a nuestro antojo. No dudes en ningún momento de que lo vamos a intentar. Todos nosotros. Así que tienes que estár atento en todo momento y no te creerte nada, nunca, jamás, da por hecho que todo es mentira, siempre.

Regla número uno de Joey; “No te creas a nadie”.

Te lo cuento así, en privado, entre tú y yo, porque en el fondo soy un tío legal y no me gusta joder a la gente. Tengo como un queseyo aquí dentro del pecho que me recarcome y me da penilla ver a alguien jodido. Así que te aviso de antemano para que luego no puedas reprocharme nada. Yo te contaré la historia de verdad, tal y cómo pasó, y luego tú, pues ya sacas tus propias conclusiones.
¿Empezamos? Venga, dale al play.
1
La meta

La historia empieza cuando recibo una llamada de mi querido mayorista, al que llamaremos “El jefe”, ya que tú no eres nadie para saber quién es él y no pienso decírtelo porque me la juego y no sabes de que manera. El Jefe... no es el jefe de unos grandes almacenes, a ver si me entiendes. No vende juguetes, ni lleva un delantal verde, ni tiene barba, ni una sonrisa afable.

El Jefe es un cabrón de los gordos. Cuando me llama El Jefe, yo, que soy un tío peligroso, tiemblo. Veo el número del jefe en la pantalla del móvil y trago saliva antes de contestar. Mis ojos se entrecierran de forma involuntaria, esperando los agravios a través del altavoz y separo ligeramente el teléfono de mi oreja para reducir los decibélios del ataque verbal.

- ¡Joey! ¡me cago en tu puta madre! ¿No pensabas contarme nada del asunto de la meta? ¡¿Tú qué te piensas?! ¡¿Que soy gilipollas?! ¿¡Que no me iba a enterar?! ¡En el café Big Apple! ¡Ya! -

Y me cuelga y yo ya sé que estoy jodido.

El asunto de la meta... El asunto de la meta fue una puta casualidad que no esperaba que me pasara, la verdad.

Estoy sentado en el Big Apple y El Jefe no aparece. Me pongo de los nervios, porque me ha citado él y ha sido muy claro en cuanto a la hora del encuentro. Miro el reloj deportivo que llevo en la muñeca y el tic tac de las agujas de los cojones me pone más nervioso. Ya llevo diez minutos aquí. ¿me habré equivocado de local?

Escucho la campanilla de la puerta y no me hace falta girarme para saber que El Jefe ya está aquí.

- ¡Tú rubia, la gorda! ¡Ponme un café con leche, la leche fría! ¡¿Te queda claro?! ¡Y tú! - Siento su dedo índice señalarme a dos metros de distancia y cuando se acerca le miro a la cara evitando los ojos. El Jefe es cómo un animal salvaje que siempre está furioso. Si lo miro a los ojos directamente puede pensar que le estoy desafiando y no me apetece mucho que piense eso, la verdad.

- ¡El guaperas! ¡Cuéntame ahora mismo el asunto o te arranco las orejas y se las doy de comer a tu perro. -
- Pues verás jefe... eh... -

Y le cuento el asunto de la meta. Omitiendo algunos detalles, claro.

Resulta que me llamó un amigo mío que conoce a lo que me dedico, y que por casualidad, se había topado con un tío que quería comprar. Mi amigo me llamó emocionado y me dijo que un amigo, de un amigo, de un amigo de su primo, había conocido a un tipo en una discoteca, que, por lo visto le sobraba la pasta y quería pillar dos kilos de cocaína para una fiesta privada o noseque historia.

Yo suelo comprar medio, pero si compraba dos y me los quitaba de encima en una noche, era un negocio de la hostia. Solo tenía que quedar con El Jefe, contárselo, llevarlo a la discoteca y quedarme la pasta. Y desaparecer. Largarme. Cómo hice en San Francisco. Darle por el culo al Jefe, al perro y al bajo en el Bronx. Que se lo quede Holly.
Con un par de Kilos de coca no me da para las barbados, pero puedo desaparecer de ésta ciudad y volver a empezar en otro sitio. Buscar un trabajo decente, de vendedor de coches o algo así, y pasar de toda la mierda en la que estoy metido.

Así que quedé con El Jefe, le conté la película y aceptó tras prometerme, con el estilo que le caracteriza, que si se la jugaba me cortaba las pelotas. Me aseguró que me buscaría y que aunque me escondiera dentro del culo de un chino, acabaría encontrándome y me sacaría las entrañas con las manos. Pero me dio la coca y cuando me largué en dirección a casa ya se me habían olvidado sus amenazas y solo pensaba en qué me iba a gastar la pasta.

Abrí la puerta de casa y sentí un alivio de la hostia cuando cerré la puerta. No me habían pillado. Holly estaba tumbada en el sofá tapada con una manta, mirando algo en la televisión mientras Django, mi Bull Terrier, dormía tranquilamente a sus pies.

- Ponte guapa que nos vamos. - Le dije solo entrar, y me metí en mi habitación para cambiar mi estilo de vestir cochambroso habitual por una camisa y unos zapatos decentes.

Clandestinos - Capítulo 1


1


Por fin volvía a estar en casa. Hacía muchos años que no volvía a casa. Su trabajo no le dejaba tiempo y el poco tiempo que le dejaba no podía volver. No sabía exactamente por qué no podía volver. O quizá sí que lo sabía, pero ya se le había olvidado. Hacía muchos años de aquello.
- ¿Padre? ¿Madre? - Preguntó el chico tras entrar. No obtuvo respuesta. Dejó las llaves de la motocicleta sobre la mesa del recibidor y se miró en el espejo. Su cabello castaño rojizo caía en una lacia cascada sobre su cara, tapando sus ojos marrones que ahora brillaban de emoción enterrados bajo los mechones sueltos y despeinados de su media melena. Se peinó un poco el pelo con los dedos sin conseguir un resultado muy decente. No sabría que opinaría su madre al verle así, con un aspecto tan desaliñado. Seguramente nada bueno. Levantó ligeramente la camiseta negra que vestía. Tenía las mangas cortadas a tijeretazo limpio, dejando al descubierto sus hombros, y llevaba impreso el nombre de una banda de rock en letras blancas y estridentes. Ahora mismo no reconocía a la banda, pero seguro que le gustaba bastante como para haber decidido gastarse el dinero en una camiseta. Dejó al descubierto la parte baja de su abdómen y observó su reflejo a través del espejo. Tendría que explicarle a su madre lo del tatuaje. Ella se escandalizaría al ver aquella serpiente marcada en su piel. Casi podía oírla poner el grito en el cielo y blasfemar a los cuatro vientos. La serpiente ocupaba todo el lateral izquierdo de su bajovientre y estaba engullendo un ratón a todo color. El ratón de laboratorio, de pelaje blanco y los ojos rojos inyectados en sangre, se veía claramente siendo devorado en ese preciso momento por la sierpe. La angustía del roedor estaba plasmada de una forma increíble. El tatuador era muy bueno. Dejó caer la camiseta. Respiró profundamente y miró de nuevo al pasillo para asegurarse de que no le había visto nadie. Pensó que por el momento no les diría nada, seguramente su padre se enfadaría bastante y después de tantos años, no le apetecía discutir con él. Solo quería abrazarle.
"No se sentirá orgulloso". Pensó el chico mientras caminaba por la amplia casa en dirección a la cocina. Quería, no. Debía contarle a su padre todo lo que había hecho durante todos estos años que había estado fuera de casa. Cruzó la puerta de la cocina acariciando el marco de forma suave y fugaz con la yema de los dedos, como si necesitara notar el tacto de la madera barnizada aunque solo fuera unos segundos. Inspiró profundamente para empaparse con el olor tan peculiar que desprendía la habitación y se encaminó al interior con paso tranquilo. Al pisar el suelo de baldosas verdes de la cocina escuchó un sonido muy particular, sintió, a pesar de la gruesa goma del zapato, como una piedra que llevaba incrustada en la suela estaba rayando una de las baldosas. Se dio cuenta de que no se había limpiado en la alfombra antes de entrar. Miró al suelo girando la mirada sobre sus pasos y se percató de que lo había cubierto todo de barro. Recordó su infancia como en un rápido flashback. Su madre siempre le regañaba por no limpiarse los zapatos. Era una mujer muy dada a su hogar y odiaba verlo sucio. No pudo evitar sonreír al imaginarse a su madre regañarle como antaño, quince años después. Las malas costumbres nunca se pierden, le diría la mujer, y se llevaría un buen sopapo. Nadie pegaba collejas como lo hacía su madre. Su padre solía bromear con el hecho de que el día de su boda su mujer le dio una colleja para que diera el sí quiero en el altar. Claramente esto no era cierto, pero para la gente que la conocía, no era difícil imaginar la escena como verídica.
Abrió la nevera y tanteó con la mano las cervezas de su padre. No, no es el momento, ni el lugar, no es adecuado. Se dijo a sí mismo. Optó por el cartón de zumo de naranja. Cerró el frigorífico y se volteó para terminar frente a la encimera. Desenrroscó el tapon y justo antes de llevarse el cartón a la boca, volvió a recordar que estaba en casa de sus padres. Debía mantener las formas. Se serviría el zumo en un vaso y bebería como una persona normal. Dejó el recipiente de zumo sobre la encimera, volvió a girar y se percató de que los muebles estaban empezando a crecer delante de sus narices, la cocina se estaba transformando en un escenario de Alicia en el pais de las maravillas. Trató de llegar al armario de la cocina en el que se encontraban los vasos, como si no se hubiera dado cuenta de su tamaño actual, como si no le importara haber encogido severos centímetros en apenas unos segundos. No llegaba. Estaba demasiado alto. Pero tenía que llegar, necesitaba ese vaso, era importante. Colocó uno de sus pequeños pies sobre el mango del mueble cajonero. Trató de asirse de alguna manera pero las naúticas que le obligaban a usar para ir al colegio tenían la suela plana y resbaladiza. Lo consiguió tras varios intentos, sonrió de forma victoriosa y se le escapó una leve risita infantil. Empezó a trepar utilizando los mangos de los cajones a modo de escalera vertical. A su madre no le gustaba que lo hiciera, podía hacerse daño, pero mientras no le descubriera no pasaría nada.
- Ya estás otra vez pequeño demonio. - Como si pudiera leerle el pensamiento, escuchó a su madre. ¿Como era capaz de descubrirle siempre que estaba haciendo algo mal? Su madre poseía un don. Un don especial y específico contra su hijo. A pesar de que las palabras parecían duras, en su voz no se podía apreciar ningún tono de enfado. Ni de burla. Ni de nada. Era un tono monótono. Lineal.
Miró en dirección a la entrada de la cocina y pudo ver una sombra femenina que se acercaba paulatinamente a su dirección. Entornó los ojos y trató de verla con claridad, pero no podía. Ella estaba realmente cerca, pero no podía distinguir ningún rasgo particular, era una figura femenina común y emborronada. Hacía muchos años. Si solo hubiera podido conservar una foto... Trastabilló y se cayó al suelo de la cocina. El cajón que había utilizado para trepar se abrió tras la caída en un ángulo anormal y le cayó encima. Los cubiertos se desperdigaron por el suelo ensordeciéndole con miles de tintineos metálicos. El ruido de los cubiertos parecía tener un ritmo concreto, a medida que caían formaban una melodía, una canción conocida. Se despertó y palpo la mesa de café a ciegas, buscando el teléfono móvil.
- ¿Sí? - Pronunció en un tono cansado, aún algo adormilado a medida que abría los ojos.
- Rob. ¿Rob? ¿Te ha pasado algo? Hace media hora que deberías estar aquí. He fichado por ti, pero si no llegas ya, empezaran a buscarte y los dos tendrémos un problema. - ¿Qué? Robert se incorporó de golpe en el sofá de su apartamento. Apartó el teléfono de su oreja para mirar la hora. Mierda. Volvió a colocar el teléfono sobre su oído y contestó a la voz masculina que no había dejado de hablar.
- Voy, voy. Mierda. Lo siento. Me he quedado dormido. Dame media hora, no, menos, ahora estoy ahí. - Colgó el teléfono y se levantó a toda prisa. No se había duchado, pero daba igual, ya lo haría en el campus. Se calzó las botas, cogió la colilla del cigarrillo que se había dejado a medias en el cenicero antes de dormirse y salió a toda prisa, cerrando la puerta tras de si con un portazo.
El campus universitario en el que trabajaba Robert estaba situado a las afueras de la ciudad. Hacía más de cinco años que había firmado un contrato con el dueño de la universidad y aunque no fuera la primera vez que hacía algo mal, se tomaba su trabajo muy en serio. El hombre que había obtenido la propiedad del campus como herencia de su difunto padre, el señor McCoy, no confiaba mucho en Robert, se lo demostraba a diario y siempre le dejaba claro que le había ofrecido su actual puesto de mantenimiento a regañadientes. Su aspecto desaliñado, la indumentaria de rockero trasnochado y los tatuajes, dejaban bastante claro que tipo de persona era el chico que le había venido recomendado. Pero al parecer, el joven McCoy, confiaba en sus contactos y había decidido darle una oportunidad a Robert a pesar de que su instinto empresarial le indicara lo contrario. Robert no podía evitar dejar de pensar en el joven McCoy y en que no se enterara de que se había quedado dormido. La presencia que imponía su joven jefe, con trajes de corte italiano, zapatos de piel, olor almidonado y mirada penetrante le producía escalofríos. Robert siempre había pensado que el señor McCoy pertenecía de una forma u otra a algún tipo de mafia estadounidense asentada en Los Ángeles. A medida que subía la estrecha y serpenteante carretera que llevaba al campus, le daba vueltas a esto, al hecho de que no podía perder el trabajo y, lo más importante, a tener que enfrentarse a McCoy por algo tan estúpido como no haber escuchado el despertador. Giró el manillar y le dio más gas a la motocicleta. Se conocía el camino a la perfección y podía permitirse saltarse el límite de velocidad sin temer sufrir un accidente.
Cuando llegó al campus aparcó la moto en una plaza que compartía con uno de los profesores que también usaba un vehículo a dos ruedas. La motocicleta del profesor era una vespino azul bastante antigua, al igual que la forma de vestir de su propietario, un hippie que parecía haberse quedado estancado en los setenta bajo una montaña de camisas a cuadros y pantalones de pana. Se quitó el casco y se fue corriendo a la sala de personal, en el edificio principal. Esquivó a algunos alumnos y trató de pasar desapercibido, saludando a los conocidos de forma natural para que nadie se diera cuenta de que llegaba tarde. Los estudiantes no estaban muy por la labor de saber que pasaba por la mente del pelirrojo, más bien les daba igual. Robert suspiró profundamente antes de abrir la puerta de la sala de personal deseando no encontrarse a nadie en el interior. Abrió y bajó los tres escalones pronunciando un “buenas” apenas audible y con la cabeza gacha. Miró a la zona del sofá, a la máquina de café, a la mesa, nadie. Alzó la cabeza exhalando de alivio, caminó los escasos diez pasos hasta la puerta del vestidor y se encerró dentro. Abrió su taquilla y sacó su mono de trabajo. La prenda era de color azul marino, y estaba algo gastada en la zona de las rodillas debido al uso. Se desnudó y casi le da un vuelco el corazón al escuchar a alguien aporrear la puerta.
- ¡Date prisa joder! Me acaban de avisar de que la caldera del gimnasio no funciona, como me vean ir solo empezaran a preguntar. - Era la voz de James, su compañero de trabajo.
- ¡Ya voy! Si te dedicas a molestarme tardaré más. - Le contestó el pelirrojo mientras se ponía el mono de trabajo tratando de no caerse al suelo por las prisas. Dejó la ropa amontonada dentro de la taquilla de cualquier manera y la cerró con llave. Una vez salió del vestidor se encontró a su compañero de trabajo frente a la puerta, tendiendole el cinturón de herramientas y apremiándole para que se lo pusiera.
Robert le quitó el cinturón a James con un gesto brusco. Empezó a seguirle, anudándose la prenda, comprobando las herramientas mientras caminaba.
- ¿Que hiciste anoche? Anda que me avisas. - Le recriminó su compañero. James era un hombre de color, de espalda ancha y brazos musculados. No tenía problemas para peinarse ya que llevaba la cabeza rapada al cero. Su brillante calva hacía que las facciones ya duras de su expresión, parecieran aún más duras. Si no lo conocías, seguramente su aspecto te impondría, te produciría una mezcla de temor y respeto, como si te encontraras frente a tu sargento de la marina que acababa de descubrir que habías hecho una trastada. La cara de James siempre era seria y solía fruncir el ceño tan a menudo que se le habían formado unas pequeñas arrugas sobre la nariz que hacían que pareciera siempre enfadado. Pero a Robert no le intimidaba. Lo conocía bastante bien como para saber que su aspecto hosco solo era la fachada de un hombre bueno con demasiados problemas personales.
- Nada. - Mintió Robert mientras caminaban a paso rápido al exterior del campus, en dirección al gimnasio. Se había pasado la noche anterior bebiendo solo en una discoteca a la que no había ido nunca. A veces Robert solo quería beber y que nadie le molestara, buscaba una zona de la gran ciudad en la que podía asegurarse de que nadie le conociera, y solo bebía y bebía. Pero eso no se lo iba a decir a James. El negro le diría que si tenía que ir a beber solo, era que le pasaba algo, y que si le pasaba algo, siempre podía contar con él. Sabía que las intenciones de James eran buenas, que solo pretendía ayudarle, pero no era lo que él necesitaba. La gente no solía entender la necesidad de soledad del pelirrojo. Robert se había cansado ya de intentar explicarlo y que no le comprendieran y trataran de sermonearle. Por lo que que había cedido a no contarlo. Sus noches de soledad y alcohol eran su pequeño secreto.
James le miró con desconfianza, sabía que estaba mintiendo, no había una sola noche en la que el joven pelirrojo no hiciera nada. Pero le conocía demasiado bien como para insistirle. Si Robert no quería contarle algo, no se lo iba a contar. El simple hecho de volver a preguntarle le pondría a la defensiva y de mal humor durante todo el día. El negro solo suspiró y esbozó una sonrisa cansada que el chico le devolvió. Robert caminaba nervioso tras sus pasos, lo pudo ver palpando los bolsillos del mono de trabajo, como si se asegurara de llevarlo todo. Era un muchacho despistado, pero se esforzaba por ser responsable. James admiraba la fuerza de voluntad de Robert. A pesar de andar medio perdido por el mundo, sin encontrar su lugar y sin tratar de buscarlo realmente, hacía lo posible por mantener cierta estabilidad. Una estabilidad un tanto caótica, perdiéndose en las drogas de forma incontrolada cada vez que tenía ocasión. El chico se mostraba orgulloso y receloso ante este tema y no aceptaba la ayuda que nadie quisiera ofrecerle. Como si se tratara de un ciervo salvaje, si intentabas acercarte demasiado aunque solo fuera para observarle, salía corriendo y se perdía en la espesura del bosque para asegurarse de que no lo encontraras nunca más. James hacía lo que podía. Era difícil, pero era su amigo. El sonido de unos pasos con tacones se hizo eco en el pasillo vacío.
- Ah. Señorita McCaine. - Los pensamientos de James fueron interrumpidos al encontrarse con una figura femenina. Se acercó a ella aligerando el paso, elevando la mano en un gesto que podía ser interpretado internacionalmente como “Espere”. La mujer era joven y atractiva. Vestía una blusa blanca a conjunto con una falda negra de tubo por encima de las rodillas que le daba un toque serio y empresarial. Su pelo oscuro estaba cuidadosamente recogido en una cola lateral y en sus manos cargaba un montón de papeles y carpetas. La mujer caminaba despistada, centrada en sus propios pensamientos. Por su reacción era casi como si se hubiera asustado al oir la voz del hombre llamándola. Se giró y clavó sus ojos verdes rasgados sobre las dos figuras masculinas. Primero miró a James, luego deslizó la mirada unos metros más atrás, hacia el chico pelirrojo. El chico estaba sacando algo de su mono de trabajo y no pareció percatarse de su presencia. Volvió a mirar a James, esperando a que hablara. Exhaló un suspiro resignado que delataba la prisa que tenía y la poca gracia que le hacía que la hubieran detenido los chicos de mantenimiento.
- El decano me ha dicho que tenía alguna queja. - Le dijo el hombre de espalda ancha en tono seco. La mujer cargó su peso contra una de sus piernas y elevó la mirada hacia uno de los florescentes como si estuviera pensando, tratando de recordar. James ladeó ligeramente la cabeza y apretó sus enormes labios de forma impaciente, pero le dió tiempo para que le contestara.
- ¡Ah! - Exclamó la mujer volviendo a mirar al hombre de mantenimiento y esbozando una pequeña sonrisa.
- Sí, el aula B3 en el ala oeste. No sé que le pasa al aire acondicionado, pero la última vez que intenté dar una clase tuve que terminarla en la biblioteca. Aquello parecía una sauna. - Prosiguió la mujer bromeando.
- Ahora lo miraremos ¿Verdad chico? ¿Chico? - James miró a Robert.
- ¿Eh? Sí, sí. Después de arreglar lo de la caldera. - Contestó Robert. Alzó los ojos con deliberada calma. Recorrió el cuerpo de la mujer desde los zapatos negros de tacón bajo, subiendo por la piel pálida de sus piernas y continuando en línea recta hasta sus pechos. Se detuvo unos segundos para regocijarse en la poca transparencia que aportaba la blusa. Podía notar las líneas del tatuaje negro a través de la tela. “¿Qué será?” Se preguntaba Robert con curiosidad, nunca la había visto con ningún escote que pudiera darle una pista. Acabó su itinerario personal centrando la pupila en la mirada felina de tono verde prado y largas pestañas de la profesora. Le chiflaba esa mujer. Ella le miró entrecerrando los ojos, se había dado cuenta de la intención de la mirada del muchacho. Robert esbozó una sonrisa ladina a modo de respuesta. La profesora no se la devolvió. Se dió la vuelta algo indignada y siguió su camino.
Robert sacó el teléfono móvil y enfocó a las piernas desnudas de la profesora. Había preparado la cámara dentro del bolsillo con antelación al saber que se encontraba delante de ella. Utilizó el zoom para enfocar el pequeño corte de la falda de tubo y le hizo una foto en el momento exacto en el que uno de sus muslos asomaba por la delgada apertura de la tela.
- ¿Qué haces? Estas enfermo, lo sabes ¿No? - Le dijo James mirando la pantalla del teléfono por encima de su hombro.
- No pienso pasártela. Es para mi colección privada. - Le dijo Robert riendo mientras guardaba de nuevo el teléfono en el bolsillo.
- ¿Vámos o qué? Venga negro, que tenemos muchas cosas que hacer. - Prosiguió apremiando a su compañero mientras empezaba a caminar en dirección al gimnasio con la energía que le caracterizaba.
James bufó resignado y esbozó una sonrisa. Ya podía tranquilizarse en cuanto al retraso y a la posible bronca de los jefes. Había vuelto a salvarle el culo a su amigo. Empezó a maquinar el bar al que llevaría a Robert tras la jornada laboral. Ya que no le daba las gracias, como mínimo que le invitara a un trago.

El Monstruo


Víctor me tenía encerrado. No me dejaba actuar. Es un payaso. ¡Eres un mierda Víctor  "¡Cállate!". Su voz autoritaria me daba asco. ¿Quién se ha creído que es? Eres un imbécil Víctor  con tanta pantomima y tanta mierda. Tú no eres así, toda esta gente es escoria, basura, una puta mierda Víctor  Toda esta gente nos pertenece, están a nuestra merced, deberían chuparte los zapatos y obedecer nuestras órdenes sin rechistar. Aaaagh. Que puto aburrimiento. Blablabla. Sí, sí, sí. Ja ja, sí, tú sonríe como un estúpido Víctor. Anda y que le follen, como si nos importara una mierda su puta vida. Míralo, es un don nadie. ¿Se cree que no nos damos cuenta de como va vestido? Si el traje que lleva seguro que se lo ha comprado en una tienda de moda industrial y no le ha costado más de doscientos dólares. Córtale ya Víctor  no vamos a estar toda la noche hablando con él. No deberíamos ni perder cinco minutos, pero no, teníamos que interpretar el papel del amable y educado Víctor  Al fin y al cabo era nuestro jefe, si nos portábamos mal no obtendríamos el ascenso. Cuando nos alejamos de él entorné los ojos y exhalé todo el aire de mis pulmones. Por fin. Que pesado.

Nos movimos por el bar y paramos frente a la barra. La camarera vestía un polo verde y blanco con un trébol dorado bordado en un pecho. Llevaba dos trenzas mal hechas y su cabello pelirrojo escapaba en algunas zonas de forma rebelde. Su cara era un óvalo perfecto tan blanco como la porcelana. Tenía unos labios finos y pequeños decorados con un carmín rojo muy llamativo. Su pequeña nariz respingona estaba bañada de una infinidad de pecas rosadas y sus ojos verdes, enormes y almendrados, de largas pestañas y brillo especial, se fijaron en los nuestros. Traté de esconderme, pero me vio. Apartó la mirada a un lado y se acercó a nosotros para preguntarnos con marcado acento irlandés, que queríamos tomar. Pedí un Bourbon, sin hielo, en un snifter, a ser posible. En un antro como este quizá no sabían ni lo que era. Suspiré cuando tuve que describirle la copa a la camarera. Su cara se ensombreció, se adentró un poco en la barra y empezó a enseñarme vasos.

- No, no, no, ese. - La chica sonrió satisfecha, tomó la botella de whisky que le indiqué con el dedo y volvió a acercarse a nosotros para servir la copa. A Víctor no le gusta beber. Dice que me pongo muy pesado y que no es aconsejable perder el control cuando va borracho. Sé que tiene razón, que tenemos que tener cuidado y que lo que hacemos tenemos que hacerlo a plenas facultades o nos pueden descubrir. Pero una copa no me vendría mal, quizá conseguía que Víctor bajara un poco la guardia y me dejara actuar. Pero claro, eso él ya lo sabe, por eso me he pedido un Bourbon. Quiere soltarme porque él también lo ansía. Sé que lo quieres hacer Víctor  por eso me has traído aquí. A un pub irlandés, a la fiesta de graduación del hijo de tu jefe. No solo hemos venido a complacer. Hemos venido a hacerlo.

Me reí a carcajada limpia y Víctor me hizo callar. Que aburrido que es. Le di un trago al whisky y me apoyé en la barra para mirar a mi alrededor. El pub tenía dos plantas, sonaba música folclórica en directo y había mucha, pero mucha, muchísima gente joven. Era normal, el protagonista de la fiesta era un recién licenciado y la mayoría de invitados, por no decir todos, eran universitarios. El pub se encontraba en las inmediaciones del campus, por lo que los que no estaban invitados a la fiesta, también eran universitarios. Se acercaron a mí dos chicas que rondarían los dieciocho años.

- ¿Señor Ashford? - La más atrevida de las dos dio un paso al frente y me preguntó mi nombre algo dubitativa, pero en el fondo ella ya sabía que le diría que sí. Sonreí con soberbia y asentí con una leve inclinación de cabeza. La chica me preguntó el motivo por el cual me encontraba en la fiesta y se lo expliqué con tranquilidad, entablando conversación. Su amiga decidió alejarse de nosotros y sin darme cuenta había empezado a hablar con la chica sobre literatura. Era muy sociable, culta, educada y agradable. Parecía un poco tonta. Inocente quizá. Pero eso siempre era una ventaja. Le invité a una copa de Bourbon y sonreí con sinceridad cuando aceptó con un endeble sí y un ligero rubor en sus mejillas.

Volvimos a caminar por el local junto a la chica, ella nos recomendaba una mesa en la segunda planta desde la que decía se podía observar bien el escenario. No me negué, me encanta la música en directo y me parecía una idea estupenda. Víctor estaba empezando a sentir el whisky y yo ya sentía las yemas de los dedos. Sentí el tacto del cristal de la copa de whisky y sentí la madera bajo mis pies, escalón a escalón, camino al segundo piso. La chica, llamada Diane, subía delante mío. Vestía unos vaqueros muy ajustados, pero el jersey gris que llevaba era inmenso y tapaba las curvas de su cuerpo. ¿Qué clase de comodidad puede encontrar en una prenda de ropa que es diez veces su talla?

El Mentiroso


La mentira está sobrevalorada. Preguntes a quien preguntes, entre las cosas más odiadas y despreciadas de la humanidad se encuentra la mentira. Todo el mundo afirma que no soporta que le mientan, achacando a esta la culpa de rupturas de todo tipo, sentimentales, laborales o de amistad. "Es que me mentía" es la frase más utilizada para excusar esas rupturas y denigrar al originador de la bola hasta límites insospechados. Poco importa el tipo de mentira ni el motivo por el cual se ha formado, es el hecho de mentir lo que no se tolera bajo ningún concepto y el utilizarla es castigado con el más horrible desprecio y la crítica más cruel por parte de la persona afectada por la misma. Pero la cruda realidad es que todo el mundo miente. A todas horas. No dejamos de hacerlo ni un minuto, mentimos a los demás y nos mentimos a nosotros mismos sin cesar, en un bucle, día tras día, año tras año, a todo el mundo, sin importar las consecuencias, exculpandonos de toda pena porque los creadores de esa mentira, en ese momento, somos nosotros. Toda a nuestro alrededor está basado en una gran mentira y otras millones de mentiras más pequeñas que lo aderezan, como un gran plato servido en una ensaladera llena de falsedad y ficción, aliñadas con un toque de embuste y salpimentada con enredos y falacias.

Es por eso que Adrián no entendía que Ángela se hubiera enfadado tanto por mentirle. La mentira de Adrián no había sido, según su punto de vista, tan grave como para que Ángela se lo tomara así. Solo había adornado un poco la realidad y había ocultado algo de información que él consideraba innecesaria. Eso es lo que pensaba Adrián mientras sudaba en la cinta de correr. Se preguntaba si el hecho de que hubiera mentido era el verdadero motivo por el cual Ángela había decidido alejarse de él. "No hay nadie que no mienta, además, era una mentirijilla sin importancia." Adrián no se creía nada. El motivo real era otro sin duda. Un motivo más profundo y doloroso para Adrián o incluso para Ángela. Por eso ella le había mentido, para no rebelar la verdadera razón, para ocultarla debajo de la alfombra alegando que como su novio le había mentido, eso era motivo suficiente para tirar una relación de cinco años por la borda. Y como la mentira estaba sobrevalorada, cualquiera mentiría diciendole que había hecho lo correcto. Nadie se pararía a pensar que motivos habían llevado al pobre y desdichado mentiroso a engañar a su pareja. Que más daba, de eso hacía ya más de dos años y si alguien detuviera su entremaniento para preguntarle porque motivo estaba pensando en eso, no sabría que decir. Solo pensaba.
Aumentó el ritmo de la carrera pulsando un par de botones en el panel de la máquina y la cinta comenzó a girar a más rápido, obligandole a aumentar la velocidad y subiendo su ritmo cardíaco. Le gustaba correr en esa máquina. Se diferenciaba de las demás por el modelo, que era más antiguo y por las decenas de marcas que tenía en el panel y los laterales a causa del prolongado uso. A adrián le gustaba especialmente porque siempre estaba libre, era como si la gente rehusase a la pobre máquina solo por el hecho de aparentar estar descatalogada. Era la última a la derecha en una fila de seis y estaba situada frente a una gran ventana desde la que se podía ver el mar. Los primeros días le dio algo de vergüenza, ya que se podía observar el mar porque se encontraba frente al paseo marítimo y eso quería decir que todo el paseo marítimo podía observarle a él. Pero con el tiempo se había habituado. Era lo que hacía siempre. Adrián era un chico de costumbres, un yonki de la rutina. Sin ir más lejos se apuntó al gimnasio porque uno de sus compañeros se lo recomendó, para olvidarse de Ángela y tomarse la vida con más energía y optimismo. A los dos meses, su compañero de trabajo no volvió a pisar el gimnasio, pero Adrián seguía acudiendo todos los lunes, miercoles y viernes a las cinco de la tarde, era una rutina y para él eso era sagrado.

La llamada de la "Princesa" Cap.2


- Así que la marisma del lobo ¿Eh? - Se escuchó, o más bien, no se escuchó. Ya que la frase había sido pronunciada en un susurro débil y enfermizo, en una de las esquinas de la húmeda casucha. Una niña tan delgada que habría preocupado a cualquier abuela se hayaba sentada en el negro suelo de madera sin pulir, con las piernas completamente estiradas y sujetando con las dos manos una bola de cristal más grande que ella que descansaba sobre su regazo, encima de su falda.
En esos instantes, en el centro de la habitación, unos niños jugaban a las cartas mientras reían y se gritaban unos a otros, acusandose de hacer trampas o burlándose del mal perder de unos y de otros. Las risas llenaban el interior de la oscura cabaña, dándole un color y una alegría de la que esta carecía por si sola. Los niños no parecían haberse percatado de la frase pronunciada por su amiga, estaban demasiado ocupados con el juego como para darse cuenta. Esto a Alice le encantaba. No es que fuera una chica muy misteriosa, solo que le gustaba guardarse algunos secretos, sobretodo los que no eran suyos, para poder regocijarse de lo perdidos que andaban los demás buscando la verdad. El saber cosas que el resto de la gente desconoce le producía una sensación extraña de superioridad, además, era divertido ver como se equivocaban continuamente.
- ¿Has visto algo Alice? - Le preguntó uno de sus amigos, un chico más alto que el resto, algo más mayor. Se inclinó un poco para mirarla, estirando solo su tronco en dirección a ella, sin moverse del sitio.
Alice le contestó sacudiendo la cabeza en forma de negativa, no era una chica de muchas palabras y menos cuando quería guardarse algo. La mejor forma de mentir era no decir nada.
- ¿Que va a ver? Eso de la bola de la adivinación es una pantomima, solo funciona en las películas - Dijo el segundo niño, sin dejar de jugar a la partida. -. ¡Chúpate esa cara de troll! La tenía reservada para tí. - Se mofó tras tirarle una carta a una de sus compañeras.
- ¡Ni siquiera sabes lo que significa pantomima! - Le replicó la víctima del ataque, algo enfadada, tanto por el insulto como por lo que le habían lanzado. Suspiró mirando sus cartas, mientras se apartaba un mechón de pelo rubio de la cara y bajaba la mirada con resignación, apuntó a la cuarta y última niña con la mano. - Tú vas, no tengo nada... -
- ¿Como que no se que significa? ¿Me estas llamando tonto? - Le contestó el chico a la rubia, mientras la propietaria del turno sonreía de forma pícara al ver a la pareja discutir. Si supieran lo que ella tenía en la mano... Pero prefería guardarselo durante un rato, les dejaría creer que tenían alguna posibilidad antes de demostrar su clara superioridad en un último y asombroso final de juego en el que ella ganaría, claro, como siempre.
El chico más mayor dejó las cartas sobre la mesa y se levantó para acercarse a Alice, a nadie pareció importarle. La pareja se había olvidado del juego para entrar en una discusión personal y la tercera en discordia estaba encantada de tener un adversario menos del que preocuparse.
- No te preocupes, seguro que algún día funcionará - Le dijo el chico a Alice, poniendose de cuclillas frente a su amiga para que sus ojos estubieran a la misma altura. El chico era grande, todo en él era grande. Se podría decir que estaba demasiado musculado para su edad, pero él siempre pensaba que no era suficiente y procuraba entrenar lo máximo posible. Era un chico de aproximadamente metro sesenta, de anchos hombros y fuertes piernas, con más musculatura en el brazo de lo que se esperaría en un niño cualquiera, ni siquiera en un niño muy deportista. Si no fuera por su cara, que aún era lampiña y aniñada, nadie habría dicho que se encontraba a principios de la adolescencia.
- No pasa nada Tomahawk, sé que funciona, aunque yo no vea nada. - Le contestó Alice en voz baja con una sonrisa amplia y cargada de amabilidad. Tomahawk le puso la amplia palma de su mano derecha sobre la cabeza y le devolvió la sonrisa con complicidad. Alice parecía tan frágil que le incitaba a protegerla. Tomahawk se sentía como si fuera su responsabilidad el que a esa niña nunca le pasara nada malo. Odiaba verla triste o decepcionada.
La puerta de la cabaña se abrió de golpe con un crujido, haciendo que todos los presentes dejaran lo que estaban haciendo para mirar en su dirección. Un amplio rayo de luz iluminó el interior de la habitación dejando al descubierto el polvo y las telarañas que se ocultaban en la oscuridad, dando paso a una visión más lúgubre y desvencijada de la casucha, en la que el moho, la suciedad y los insectos eran los protagonistas.
- No entiendo la manía que teneís de esconderos aquí sin decirle nada a nadie. - La voz era grave y varonil, con un pequeño toque sureño en el acento. Su piel bermeja y sus facciones le delataban como nativo americano y aunque era bastante mayor que el resto, parecía encajar a la perfección con ellos, como si fueran amigos de toda la vida. El joven que acababa de entrar a escena se sacudió las manos tras cerrar la puerta. - Esto es asqueroso. - Dijo con un toque de conformismo, ya que sabía que por mucho que se quejara no iba a cambiar nada y tendría que seguir viniendo a la cabaña si quería encontrarse con ellos. Al escucharle hablar los chicos volvieron a la normalidad. Ahora que ya sabían de quien se trataba no valía la pena permanecer a la defensiva.
- Anda, no te quejes tanto y echa una partida con nosotros. - Dijo el chico que seguía en la mesa, señalandole un trozo en el suelo junto a él para que se sentara.
- No tenemos tiempo, hay trabajo que hacer. - Le interrumpió el joven, acercandose a la mesa para dejar un pergamino sobre ella. - Es un encargo. De los de arriba. - Añadió, enfatizando sus palabras, dándoles la importancia que él consideraba que tenían.
Alice y Tomahawk se acercaron a la mesa y todos se quedaron mirando fijamente a la chica rubia. Elisabeth, que era como se llamaba, cogió el pergamino preguntandose porqué siempre esperaban que todo lo que se tuviera que leer fuera ella quien lo hiciera. Que le gustaran los libros no la hacían la encargada de la palabra escrita ¿No?
Leyó el texto detenidamente, para sí misma, mirando de reojo la impaciencia de sus compañeros por que ella les explicara el contenido de esta. Tras terminar dejó el pergamino de nuevo sobre la mesa y lo extendió para que todos lo vieran, señalando un párrafo con el dedo indice.
- Por lo que pone aquí nuestra fama se está extendiendo. - Apartó la mano y observó las caras de sus amigos una por una, a medida que hablaba. - Parece que una familia adinerada del norte ha oído de nuestra proeza con el blasón y quiere contratarnos para rescatar a alguien. Pero aquí no pone nada más. Solo que nos dirijamos a su feudo para establecer las condiciones del contrato. - Se encogió de hombros y esperó a que los chicos hablaran, su papel de informante ya había finalizado, ahora tenían que debatir sobre si aceptar o no el encargo. Su mirada se desvió hasta quedarse fija en el chico moreno con el que había estado discutiendo, ella era la única que se daba cuenta. Rohan ya había aceptado el encargo, ahora solo tenía que observar como hacía creer a los demás que aceptaban viajar al norte y poner su vida en peligro por propia iniciativa. El chico la miró a los ojos y sonrió de forma ladina, ella apartó la mirada torpemente y se sonrojó. ¿Sabría él lo que ella estaba pensando? Era imposible... ¿O no? Cuando volvió a mirarle ya se encontraba hablando con soltura con el resto sobre los tesoros que poseería esa supuesta familia acaudalada y lo bien que iban a pagarles.
Como ella había previsto, ya habían aceptado el encargo.

Atención americanos


Un hombre trajeado abre la puerta trasera del vehículo y bajo del Rover abrochándome la americana. Miro a mi alrededor tras el opaco cristal de mis gafas de sol y esbozo un leve gesto de repugnancia. El coche reluce impoluto en un negro metalizado que refleja la asquerosa basura de la zona industrial. El entorno que nos rodea es cochambroso y nuestro aspecto adinerado contrasta bastante con la pobreza de la zona. Hemos parado frente a un edificio de diez plantas en ruinas y tapando el acceso a la puerta principal, o lo que debería ser una puerta principal, que ahora solo es un marco de madera corroída, hay tres yonquis sentados en el suelo calentando sus manos en una fogata improvisada. La mitad del edificio no tiene cristales en las ventanas y supongo que les da lo mismo dormir dentro que fuera.
Mi hombre, un árabe fornido con cara de pocos amigos, se acerca a los indigentes y patea algo de tierra que lanza contra las brasas ardientes, exterminando el fuego ante el enfado y las quejas de un borracho barbudo y la mirada temblorosa de una mujer mayor demasiado delgada cómo para encontrarse sus propias venas con la aguja. Les miro con desprecio desde mi elevada posición y sigo a mi agente hacia la entrada del edificio pisando el montón de arena todavía caliente.
En las estrechas escaleras, choco contra una niña guineana que apenas si habrá cumplido los doce años y la niña se detiene frente a mí y evita mi mirada de forma nerviosa jugueteando con sus manos. Me disculpo de manera educada y le regalo una sonrisa. La chica se acerca a mí de repente, con decisión, y alzo una mano en un gesto a mi subordinado indicándole que se relaje, ya que rápidamente se ha puesto en tensión y estaba a punto de desenfundar el arma. Las pequeñas manos de la niña se enredan en mi camisa y afloja el nudo de mi corbata, tirando ligeramente de ella. Inclino mis hombros y bajo la cabeza para que ella, de puntillas, pueda decirme al oído lo que quiere decirme.
Me enderezo con tranquilidad y la chica desvía la mirada al árabe que me acompaña. Levanto las cejas y le miro, él me mira a mí con curiosidad. Meto la mano en mi bolsillo y saco la cartera para darle cien dólares a la niña. Me agacho para susurrarle al oído. Ella me mira extrañada y se va corriendo abrazada al billete antes de que me dé tiempo a cambiar de opinión. Guardo la cartera y hago un aspaviento retomando el camino escaleras arriba.
El fortachón me abre una puerta de madera en el quinto piso que ya está custodiada por dos gorilas armados más y cuando cruzo el umbral se encarga de cerrarla a mi espalda.

La habitación a la que llego es amplia y tiene una escasa iluminación porque todas las ventanas están cubiertas con bolsas de basura. Una inmensa tela azul marino cubre media pared y parte del suelo, sobre el que han colocado una mesa, dos sillas y un mástil con una bandera de la República Libanesa.
Ante el escenario está Ashan trasteando con una cámara de vídeo colocada sobre un trípode. Kamîl está apoyado en una pared polvorienta hablándole a su manos libres y metiendo la mano en una bolsa de patatas fritas industriales.
- ¿No podíamos grabar en un sitio más sucio? - Le digo a mi hermano quitándome las gafas de sol. Cómo no sé donde colocar la americana sin que se ensucie, ni me molesto en pensarlo.
- No, no podíamos, y deja de tocarme los cojones Muhammad, que acabas de llegar y ya quiero que te largues. - Mi hermano contesta sin mirarme, seguramente la cámara es demasiado compleja para su corto intelecto.
- ¿Y éste con quién habla? - Le digo con interés caminando en dirección a la mesa y pasando mi dedo por la superficie. Al menos el escenario está limpio.
- Con una chica americana, creo, no sé, pero le he escuchado decir "Darling" y cosas así. - Ashan contesta con desinterés y levanta la mirada de la cámara. - Ya te has aprendido el guión que te he enviado ¿Verdad? Espero que no hagas una de las tuyas y digas lo que quieras porque es importante que te ciñas al guión. 
- Sí, sí Ashan, no tengo ganas de discutir, grabamos ésto y me largo. No llevo una vida tan apacible cómo la vuestra y alguien tiene que hacerse cargo de las cosas importantes. - No miro a mi hermano porque mi vista está analizando toda la habitación, pero siento sus ojos clavados en mi espalda pensando que si fuera por él lo que me clavaría es un cuchillo.
- Es importante que los americanos sepan que hemos sido nosotros, sino no servirá de nada. - Parece satisfecho con el resultado tecnológico, porque se aleja de la cámara y se acerca a mí cambiando de tema para volver a apretar el nudo de mi corbata. Alzo el mentón facilitándole el trabajo de arreglármela y chasqueo la lengua cuando aprieta demasiado.
- ¿Qué pasa Muhammad  - Kamîl me saluda con su árabe de escuela y marcado acento americano, y me golpea el hombro con el puño sin dejar de hablar por teléfono. Rápido me ignora de nuevo y me da la espalda continuando con su conversación en inglés. Ashan se aparta para analizar mi aspecto con ojo crítico y yo aprovecho para sacudir el hombro que me acaba de tocar Kamîl. A saber si me ha ensuciado de grasa de las jodidas patatas fritas.
- ¿Ya le has dicho a tu puta que acabaréis en el infierno? - Elevo un poco la voz para que se entere bien de lo que le estoy diciendo. Me molesta que haya dejado el islam, es un crío, pero si Ashan o yo fallecemos se tendrá que hacer cargo de una de las dos partes de Hezbolá y no puedo imaginarme a un ateo cumpliendo con los designios del Señor... Solo de pensarlo me pongo enfermo. Allahu akbar, dale lucidez y haz que se arrepienta de abandonar tu camino.
Mi hermano pequeño se gira y se despide de la mujer al teléfono. Me mira frunciendo el ceño y pone los ojos en blanco a modo de resignación. Ashan vuelve a pelearse con la cámara.
- ¿Ya estás otra vez? Déjame en paz ¿no? Ashan dice que ésto lo hacemos por política, que más te dará si voy al puto infierno o no. - Se excusa utilizando al mediano.
- Ashan dice, Ashan dice... - Me burlo satirizándole cómo si fuera un niño pequeño y haciendo el gesto con la mano de blablabla. Le regalo una mueca altiva y burlona que él ya conoce bien. Entre uno y otro, no sé por cual sentirme más avergonzado.
- A mí no me metáis en vuestras riñas. - El mediano Se acerca a nosotros y nos entrega el maldito guión. - Los disfraces están ahí. - Señala una gran bolsa de basura que hay en el suelo con desinterés y vuelve a colocarse frente a la cámara de vídeo. - Va, joder, que no tenemos todo el día. - Nos apremia con ambas manos. Kamîl y yo nos miramos y cedemos ante las prisas de nuestro hermano, los tres estamos deseando terminar con ésto y no volver a juntarnos otra vez durante un largo tiempo.
- Y no es una puta. - Susurra Kamîl cuando ambos estamos agachados sacando la ropa de la bolsa.
- No me importa, Kamîl, no me lo cuentes... 
- Es una chica que he conocido en una reunión con Lucoil, ¿vale? Es argelina, y musulmana. -Y me lo cuenta... Pero eso de que es musulmana me hace algo más de gracia. A ver si consigue hacer que mi hermano entre en razón y deje de pecar cómo un zorro.
- Cuando te cases me la presentas. - Le digo con una sonrisa fingida mientras me coloco mi thobe. Los dos son marrones y los dos son de talla grande, por lo que no tenemos que discutir sobre cual se pone cada uno. En menos de dos minutos ya no somos nosotros mismos. Ambos llevamos barba postiza y un kufi blanco sobre unas pelucas bastante reales, cortesía de algún cadáver. Lo pienso y me pica la cabeza. Pero tengo que aguantar.

Nos sentamos a la mesa y coloco el guión que me ha entregado Ashan sobre la superficie. Me acaricio la barba por inercia y Ashan levanta el dedo pulgar desde su improvisada posición de director, indicándonos que todo es perfecto. Que empiece el espectáculo.

- Atención americanos... 

miércoles, 30 de enero de 2013

La marisma del Lobo Cap.1



Capítulo 1 - Bajo la tormenta.



Ahí estaba yo, calado hasta los huesos, dejando que el agua que caía de los mechones de mi cabellera fluyera a velocidad vertiginosa por mi cara hasta llegar a la riada que se formaba bajos mis pies y humedecía mis botas. Parecía una eternidad si miraba hacia atrás y pensaba en cuando la tormenta había empezado a desatarse, era espantosa, de esas que solo auguran catástrofe, amenazando con destruir todo lo que se encontrara a su paso. El golpeteo de las miles de gotas que caían contra el casco y el revestimiento producían un sonido ensordecedor, las grandes velas, aún desplegadas a causa de la situación, acompañaban la comparsa con fuertes impactos secos producidos por el viento. La bandera ondeaba en el mástil, contenta y orgullosa, bailando con brío, como si el único motivo por el que existiera fuera para agitarse esa noche. La música de los dioses del mar solo se enmudecía levemente cuando los truenos querían efectuar su solo, resonando en mi oído a todo volumen, asemejándose a gritos de guerra.
Ahí estábamos los dos, uno frente al otro tratando de mantener el equilibrio sobre la cubierta. Para poder comunicarnos tendríamos que gritar, aunque eso era innecesario, la única que quería hablar con él era mi espada. Una puerta tras de mí crujió y se cerró de golpe, la tripulación hasta ahora invisible salió a escena rodeada de gritos que solo los marinos podíamos entender. El estrépito de mis subordinados se detuvo durante unos segundos. Notaba la tensión de mi gente en todas mis articulaciones y sentía sus miradas observándonos a pesar de que mi vista seguía fija en el invasor. Podía notar como los ojos de mis chicos se deslizaban lentamente por mi cuerpo hasta clavarse en mi espada. Ellos no sabían que estaba pasando, antes de la tormenta se encontraban a resguardo en el comedor, hablando de nuestra travesía con euforia, deseando llegar a tierra. Pero en ese momento lo entendieron todo.
Apreté con fuerza el mango de cuero que vestía mi espada, el agua se deslizaba por su hoja con suavidad, como si la estuviera acariciando. Miré de reojo a mi segundo a bordo, él solo pudo pronunciar un ¿Capitán? apenas audible bajo la tormenta, cargado de duda e incertidumbre, al que yo respondí con un leve asentimiento con la cabeza. Tras mi gesto la marinería se puso a trabajar a nuestro alrededor bajo los gritos del corpulento contramaestre como si el polizón no existiera, capeando a vela izada con energía rebosante, aferrándose a las cuerdas y luchando valerosamente contra nuestro enemigo más peligroso. El primer oficial de la goleta se hizo cargo del timón, colocándonos de un bandazo a sotavento. La sirena de hierro gritó mientras viraba y los 32 metros de eslora que la componían crujían de dolor a medida que los bucaneros intentaban domarla.

Bajo la lluvia y el estrépito me abalancé contra mi adversario, esperando que los hombres que corrían sobre la cubierta hubieran podido ejercer algún tipo de distracción sobre él. Mi espada silbó en una estocada limpia hacia su abdomen que para mi sorpresa esquivó con un movimiento grácil, deslizando todo su cuerpo hacia un lado como si no pesara más que una pluma. No cesé en mi empeño a pesar de que casi pierdo el equilibrio y levanté la hoja de nuevo en un movimiento elevado y curvo, apuntando a su cabeza. La sombra del hombre parecía moverse más lenta que él, sus desplazamientos eran limpios e inhumanos. Me hinché de cólera y ataqué sin cesar, dando un golpe tras otro, tratando de cercenar o herir a mi rival de cualquier forma. Pero él esquivaba mis cortes como si fueran lentos, toscos, y bajo su capucha pude ver como me sonreía de forma socarrona, enfureciendome más. Mientras mi espada siseaba a su alrededor él daba pequeños saltos manteniendo sus manos en la espalda, burlándose de mí. De pronto escuché como restallaba la madera bajo mis pies, la sirena no solo era mi barco, era mi amante, mi compañera. Podía comprender sus sonidos a la perfección, así como una madre sabe el significado de cada llanto de su hijo. Me incliné, agachándome, posando mi mano izquierda en el suelo sobre la cubierta, coloqué mis piernas en posición y las tensé, preparado para saltar. Un ola colisionó contra nosotros e hizo oscilar toda la embarcación, levantando la zona en la que yo me encontraba solo unos centímetros y haciendo que mi enemigo se tambaleara y perdiera un poco el equilibrio. Entonces salté hacia él, utilizando toda la fuerza del impacto en su contra, forzando a la musculatura de mi brazo a hendir el filo con firmeza en el interior del sujeto.

Cuando la hoja atravesó el cuerpo del invasor, noté la carne rasgarse a su paso y escuché como brotaba la sangre antes de que esta saliera de su interior. Saqué mi espada de sus entrañas para liberar al preciado líquido carmesí que lo mantenía con vida. La salpicadura duró solo un segundo, lo suficiente como para mancharme la cara y parte de la chaqueta, luego el orificio sangró con normalidad siguiendo el curso de la gravedad con pesadez. El cuerpo de mi contrincante seguía en pie, pero no tardó mucho en caer inerte a la superficie del barco, mientras la lluvia deshacía cualquier indicio de herida, manteniendo los tablones de madera limpios de sangre. Llevándose el agua los restos de su muerte, como si nadie hubiera perecido allí.
Me quedé un minuto observando el cadáver y en mi mente todo se desvanecía, las voces a mi alrededor sonaban lejanas al igual que los truenos y la lluvia. Solo estaba yo frente a ese cuerpo, mirándome con burlona indiferencia desde su posición. Envainé la espada y me aparté un mechón de pelo que se me había quedado pegado a la cara como una especie de plasma debido a la sangre. Al acercarme al cuerpo le pegué una patada con la punta de mi bota derecha y sonreí buscando sus ojos perdidos.
- Ahora ya no te ríes ¿eh? - Le dije al muerto, esperando que me contestara.
Me agaché frente a él para quitarle la maldita capucha e intentar averiguar quien era, pero en ese momento todo se desvaneció. Una luz blanca y brillante empezó a rodear mi vista y a cegarme, me puse el brazo en la cara en un intento vano de cubrirme del resplandor que todo envolvía.

Todo estaba en silencio, intenté ver a través de la luz y a medida que mis ojos se iban adaptando a mi entorno me percaté de que ya no me encontraba en el barco. Estaba en una balsa a la deriva, en un mar de calma chicha sin rastro de tormenta y todo lo que me rodeaba era agua salada, con un horizonte infinito sin rastro de navíos ni islotes. Un pez brotó del mar de un salto espectacular que hizo que sus escamas verdosas centellearan al contacto del sol y fue a parar dentro de la barcaza. Vi como se debatía por sobrevivir golpeando la madera con cola y cabeza en un baile frenético. Era como si pensara que cuantos más golpes daba más impulso podría conseguir para volver a su hábitat. Me acerqué para terminar con su agonía cuando los ojos negros y brillantes se fijaron en mi y pronunciaron mi nombre. El pescado explotó desde dentro, llenando la embarcación con sus tripas, el olor era insoportable, empezó a envolverlo todo y a penetrar en mi interior con cada bocanada de aire que tomaba. Escuché de nuevo los truenos, la lluvia y los gritos, y desperté.

Me desperté en el camastro de mi camarote y lo primero que vi fue un bol de la cocina lleno de tripas podridas de pescado que apestaba como los demonios justo frente a mi nariz. Aparté el cuenco de un manotazo.
- ¡Quítame esa mierda de la cara! - Le dije a la barriga de Gordo Pete, que se encontraba en un lateral de la cama, dándome los buenos días y me incorporé de golpe en el camastro, quedando sentado a una altura perfecta para hablar con mi compañero.
- ¿Esa mierda? ¡Esto te ha despertado tío listo! Llevas horas inconsciente - Dijo Gordo Pete en el tono de voz que le caracterizaba, sacudiendo la taza delante mío mientras yo me debatía por no volver a olerlo. Pete siempre estaba enfadado, o eso era lo que parecía, porque no sabía hablar sin quejarse o refunfuñar y siempre alzaba la voz más de la cuenta, como si su interlocutor se encontrara a kilómetros de distancia.
- ¡Hay que ver! Ni un simple gracias, Pete. Oh, me has despertado, Pete. Como me alegro de que estés aquí, Pete. Si no fuera por ti, Pete. - Refunfuñó el cocinero mientras se alejaba del camastro en dirección a la puerta y se giraba para señalarme con el bol de forma amenazante justo antes de salir y cerrar la puerta tras de si con tanta fuerza que casi se cae al suelo. Aún con la puerta cerrada le podía escuchar quejarse de lo idiota que era yo, lo poco que lo valoraba y blasfemar contra todo el mundo que se le acercara a preguntarle que había pasado. Así era Gordo Pete, sus gritos se escucharían desde tierra.
Cuando el cocinero se hubo marchado, miré por el ojo de buey pegado a la pared de la cama y vi que la tormenta parecía haber amainado. Aunque aún seguía lloviendo, ya que pequeñas gotas golpeaban y correteaban por el redondo cristal con insistencia. Un pinchazo en el costado izquierdo hizo brotar un dolor hasta ahora inexistente y al palpar la zona me di cuenta de que no llevaba camisa.
- Te he quitado la ropa, tenía que asegurarme de que la herida no era tuya. - Dijo una voz femenina a mi espalda. Cuando la miré, la encontré sentada en la silla tapizada en verde de mi escritorio, con las piernas cruzadas y los dedos de las manos entrelazados sobre su rodilla. La chica era hermosa y vestía con unos pantalones bombacho de color blanco y una camisa holgada de color negro con ribetes verdes. Sus ojos almendrados, algo rasgados, contrastaban con su piel morena dejando claro que era mestiza, pero sin enfatizar en ninguna raza en especial. Llevaba la larga melena castaña atada a una cola de caballo, fija con un broche de pelo de hierro lacado y me miraba fijamente, con los finos labios apretados, esperando una explicación.
- Gracias Erza. - Conseguí decir mientras me incorporaba con una mano en el costado dolorido y me acercaba a la puerta para coger mi chaqueta de almirante y colocarla pesadamente sobre mis hombros. No podía permitirme estar frente a un miembro de la tripulación sin mis galones, era peor que estar desnudo.
- ¿Que ha pasado Rohan? - Insistió la voz suave de la oficial. - Los chicos dicen que estabas peleando solo en cubierta, si eso es cierto, entonces... ¿De quien era la sangre? ¿Me lo vas a explicar? - Su curiosidad aumentaba a medida que me hacía las preguntas mientras jugueteaba con sus pulgares, algo que solo hacía cuando estaba nerviosa, bueno, no me malinterpretéis, Erza siempre estaba nerviosa. Quería decir cuando estaba muy nerviosa.
- ¿Solo? - Me centré en esa parte ya que me resultaba increíble que eso fuera cierto. Él estaba allí ¿No? y yo lo había matado. Me senté frente a el escritorio, normalmente me sentaba en el otro lado, así que por un momento sentí como si yo fuera el marinero y mi capitán estuviera pidiéndome explicaciones a mi.
- Las chicas y yo escuchamos alboroto en cubierta, pero nos pareció normal debido a la tormenta. Entonces empezamos a escuchar los gritos en el interior, por los pasillos, y sabíamos que algo iba mal. Cuando llegué me dijeron eso, que habías estado peleando solo y de repente te desmayaste. Dijeron que no querían intervenir puesto que pensaron que estabas practicando, por si nos abordaban bajo la lluvia. - Dijo Erza mientras apoyaba un codo en la mesa y se llevaba el mentón a la palma de la mano, sin apartar la mirada de mí.
- ¿Y a nadie le pareció raro? -
- Por lo visto no, aunque si que pensamos que era raro que estuvieras lleno de sangre. -
- No estaba solo Erza, había alguien ahí, creo que era él. Estará haciendo trampas, como siempre. -
- ¿Entonces crees que sabe donde vamos? -
- Es posible, no estoy seguro, quizá solo quería molestarme - Dije sin mucha convicción, no había pensado en que pudiera estar siguiendo nuestros pasos, pero ahora que lo había dicho la oficial... Empezaba a temerme que nuestro viaje no sería tan tranquilo como me esperaba.
- Mira Rohan. - Dijo la chica poniéndose en pie y colocando la mano derecha en la vaina de su espada. - Yo solo quiero encontrar a Chabrenus, esperemos que la piedra nos indique donde está, si él decide entrometerse en mi camino, le mataré. - Continuó Erza bastante enfadada, con sus palabras cargadas de seguridad. Tras esto los dos permanecimos en silencio y la oficial abandonó mi camarote con paso tranquilo pero firme. Siempre estaba en guardia, eso me tranquilizaba.
Cuando la puerta se cerró tras ella suspiré profundamente, no sabía en que dichoso momento la había cagado, porque seguro que había sido yo el culpable de que él nos siguiera e intentara truncar todos nuestros planes, pero lo maldecía con toda mi alma. Miré la carta de navegación que tenía sobre la mesa y deseé que llegáramos pronto al Páramo del ocaso. En mis mapas no se encontraba la isla, pero según el libro de Elisabeth existía y se encontraba en esa zona, al igual que la piedra que me llevaría a la marisma del Lobo, si Chabrenus se encontraba allí o no, no era mi problema.


Decidí ponerme en pie y volver a asumir el mando del navío. Confiaba plenamente en mi primer oficial, pero no era del tipo de personas que disfrutaran relevando sus tareas a los demás, si había que cometer un error, siempre pensaba que debería asumirlo yo. Dejé mi chaqueta encima del escritorio y caminé unos pasos por mi amplio camarote, si tenía que salir a cubierta debía hacerlo vestido, tanto para que no se preocuparan como para que siguieran respetandome. Abrí las dos puertas que componían mi armario en busca de una camisa limpia que ponerme. No tenía mucha variedad, así que opté por una sencilla de lino roja que encontré y me abroché los botones frente al espejo de cuerpo entero que colgaba de una de las puertas del guardarropa. Fue solo un momento, pero me pareció ver algo en el interior del espejo, una sombra gigante que se cernía sobre mí. Al intentar fijar la vista todo se perdió y lo único que quedaba era mi reflejo. Di unos leves toques en el cristal con el dedo índice, como si ese gesto fuera a transformar la imagen de nuevo, pero no sucedió nada. Achaqué la visión al golpe en la cabeza que me había dejado inconsciente y cerré la puerta del armario.